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Beatriz García Alonso |
En una zona recóndita, al otro lado de una gran puerta
doble que responde solo con tarjeta magnética, el pasado, ya lleve
marcas romanas, estructura neandertal o hierro de otra era, espera para
ser curado. Para que la memoria física que tenemos de otros tiempos,
los restos arqueológicos, las columnas de los templos o las estelas
funerarias pervivan es necesario su paso por el quirófano y eso es el
laboratorio de conservación y restauración del Museo Arqueológico de
Asturias. Una auténtica sala de operaciones, en la que se atienden las
patologías de las piezas con algún deterioro, como un capitel en caliza
de lastra, del siglo XII, localizado en el yacimiento de la Corrada del
Obispo, que estuvo expuesto en el viejo museo y estaba prácticamente
desmembrándose por la cristalización de las sales. Ahora, en el
laboratorio, se está investigando su mal para poder detenerlo. Pero el
trabajo va mucho más allá. A veces, Beatriz García Alonso, restauradora
arqueológica del equipamiento, también debe ponerse los guantes de látex
y tomar el bisturí y las pinzas para rescatar de tratamientos antiguos,
obsoletos y, en muchas ocasiones dañinos, restos de suma importancia.
Es el caso de un esqueleto de la Paré de Nogales, que se cree pertenece
al último periodo del cenozoico.
Sus huesos están unidos por un amasijo de silicona y
fibra de vidrio con el que se intentó consolidar el conjunto tiempo
atrás. Ahora la 'cirujana' deberá aplicar todos sus conocimientos de
arqueología, anatomía y también de la delicadeza que le ha dado su
licenciatura de Bellas Artes para librar de esa 'cárcel' la estructura
ósea. «Es lo que más me gusta», dice, confesando que el esqueleto ya
tiene nombre propio. Se llama Pedro y ocupa el centro de una mesa,
plagada de material quirúrgico, de pruebas para determinar las
actuaciones a realizar y ensayos para comprobar resultados. Ensayos que
se hacen en materiales ajenos a las piezas. «Reproducimos la patología
que tiene la pieza enferma en un objeto en el que nosotros creamos sus
mismas condiciones, su estado actual. Luego aplicamos el tratamiento en
una probeta y si da resultado positivo, lo acabamos aplicando a la
materia original definitivamente».
Alfileres de colores
Y entre los grandes proyectos, un buen número de pequeños
objetos que sirven de intendencia, como unos alfileres de colores con
los que Beatriz señala nuevos territorios de interés. Por ejemplo, en el
esqueleto prehistórico, cada vez que encuentra un elemento ajeno a la
masa ósea y que parezca de interés, abre una nueva porción de
investigación. «Luego micro excavo en la zona con mucha delicadeza».
Cada mínima partícula no identificada, pero con posibilidades de
arrastrar pasado concreto, acude a un recipiente. Tiene la mesa plagada
de ellos. Y todos son para ella, porque la restauradora trabaja sola
(«hubo un tiempo en el que éramos varios, sobre todo cuando el museo se
acababa de abrir»).
Normalmente lo hace en varios frentes a la vez. La
postura, inclinada sobre la pieza a tratar, unida a la lentitud con la
que se observan resultados, obliga a cambiar de proyecto para evitar el
agotamiento, no solo físico, también mental.
En su futuro más cercano llama también la atención una
tapa de una posible letrina medieval-moderna, localizada en las
excavaciones de la calle de la Rúa, las que se realizaron al iniciar las
obras de ampliación del Bellas Artes. Su trabajo en ella es de
«restauración completa de sus piezas metálicas, bronces y hierros». Su
destino, probablemente las vitrinas del museo (del Arqueológico).
También espera restauración una inscripción funeraria, de
piedra arenisca, del siglo X, descubierta en el yacimiento de San
Miguel de Bárcena. Un grupo de adornos y puntas de lanza, perteneciente
al yacimiento de Monte Curriechos, de La Carisa, así como diverso
material de hierro, hallado en Beleño y en Ribadesella.
Otras piezas aguardan sobre la mesa de operaciones para
dejarse aplicar una limpieza de conservación preventiva y el adecuado
acondicionamiento para una futura exposición. Algunas, incluso para
entrar perfectamente documentadas en la base de datos. De hecho, en el
laboratorio, en otra estancia separada, reposa un ara, que pudiera ser
romana, pero ofrece alguna duda. «Expertizar es parte también de este
trabajo». Esa es una labor que se hace entre varias personas. «Días
atrás estuvo en el laboratorio una epigrafista que intentó sin éxito dar
contenido a las marcas grabadas».
Y el ara no es el único elemento en busca de su verdadero
origen. Muy cerca de ella una estela, que ofrece huellas de la antigua
Roma, también aguarda para ser documentada y fotografiada. Las
instantáneas de los restos son asimismo ejercicio del laboratorio. «Así
evitamos que las piezas sean manipuladas fuera».
Cuando se requieren imágenes para un catálogo de una
exposición o, simplemente, para tener el material archivado con todo
detalle, se fotografía allí mismo, en una mesa especialmente diseñada,
con focos apuntando el objetivo. Instalada justo frente a una gran ducha
de protocolo, eficaz en caso de una contaminación. «Trabajamos con
ácidos que son peligrosos», dice con ese brillo delator en los ojos de
quien habla de sus pasiones, aun sabiendo que no siempre son seguras.
Se trata, en todo momento, de seguir los criterios de
conservación y restauración marcados por los organismos especializados
nacionales e internacionales. Seguir, precisamente, sus consejos ofrece
las pautas de otra de las labores de la restauradora, la creación de
réplicas.
En ocasiones la exposición permanente del museo sufre
alguna ausencia, debido, por ejemplo, al préstamo de material a otro
museo o a una exposición temporal en concreto. Para evitar el vacío, se
sustituye el original para la copia. En hacerlas Beatriz aplica todos
sus conocimientos de Bellas Artes. «En arqueología nos enseñan a crear
réplicas, pero haber estudiado Bellas Artes me ayuda mucho más».
De la cueva del Buxu a Madrid
Hace poco salieron de su laboratorio la reproducción de
un fragmento de tibia de ciervo con un caballo grabado, un colgante de
marfil de cachalote, que por un lado muestra una ballena y por otro un
bisonte; la valiosa cabeza de Entrefoces, y una escultura de ave sobre
colmillo de oso, de la cueva del Buxu. Las cuatro piezas fueron cedidas
por un tiempo al Museo Arqueológico de Madrid y en las vitrinas de
Asturias han sido sustituidas por sus réplicas.
Y del mismo modo que las piezas salen del museo, también
parte del trabajo de la restauradora se ejecuta fuera de sus renovados
muros. De hecho entre las competencias de su departamento, que da cabida
a investigadores y profesionales de diferentes ámbitos, está la de
velar por la adecuada conservación de los yacimientos dependientes del
museo. «En la actualidad estamos llevando a cabo una campaña de
monitorización de un total de 7 cuevas. Por el momento estamos midiendo
de forma puntual la presencia de gas Radón, un elemento que nos permite
observar la adecuada ventilación».
Con tal objetivo se firmó recientemente un convenio de
colaboración con la Universidad de Oviedo, personalizado en el profesor
de Física Javier Fernández. La esperanza es que «el proyecto crezca en
años sucesivos con ayuda de la Consejería de Educación y Cultura y que
podamos llevar un control climático más amplio con nuevos parámetros que
nos permitan determinar la adecuada conservación de este patrimonio».
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