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Trabajar en la restauración y la conservación del
patrimonio cultural es una forma de vida, trashumante y vocacional. Como
los actores o los músicos, hay que pasar largas temporadas fuera del
hogar, en este caso para actuar en un escenario cerrado, a solas con los siglos.
A menudo, un equipo de media docena de especialistas comparte un piso
de alquiler hasta que el retablo o la fachada adquiere un nuevo
esplendor. "Tus compañeros se convierten en tu familia", relata una restauradora de Valladolid, que recuerda lo más importante de todo: "Estar en contacto directo con la belleza, enfrentarse al desafío único que caracteriza cada pieza o edificio".
Pero, también, la restauración del patrimonio cultural es una forma de vida difícil.
Se trata de un empleo muy feminizado. Ellas, que son mayoría, se suben
al andamio con temperaturas extremas de frío o calor, manejando
sustancias como disolventes, en pleno embarazo. Resulta complicado
atender a la familia de manera estable.
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